Casos como la masacre de Guaitarilla, el asesinato de policías en Jamundí y los inauditos falsos positivos, deben llevarnos a reflexionar sobre la estructura institucional en la que se integra el poder civil con las fuerzas armadas.
Contar con ministros de defensa civiles no basta para materializar la dirección civil de las fuerzas armadas y supervisar una política real de defensa de los derechos humanos. Más allá del desarrollo de una contrainteligencia efectiva, tema en el que ha acertado el Ministro Santos, el Gobierno necesita contar con una institucionalidad civil que coordine y vigile a las fuerzas armadas en cada uno de los departamentos del país, y en particular en aquellos donde se presentan enfrentamientos armados.
Las exacciones contra los civiles no se comenten en las inmediaciones del Ministro de Defensa, sino en las regiones más apartadas del país. Hasta allá, a pesar de los viajes que pueda hacer un ministro, no llega la dirección civil de las fuerzas armadas; allá, el ejercito se manda a si mismo porque no existe ningún mecanismo institucional eficaz para coordinarlo y supervisarlo.
En teoría, ese papel les corresponde a los gobernadores y alcaldes que actúan como agentes del Presidente de la República en el mantenimiento del orden público. Sin embargo, hoy parece claro que esa coordinación y vigilancia es más formal que real. Los mandatarios regionales tienen una doble naturaleza de agentes del Presidente para temas como el orden público y de máximas autoridades seccionales en los temas del ámbito de sus entidades territoriales. Por lo general, en los momentos en que colisionan los intereses de su doble naturaleza, los mandatarios descentralizados siempre escogen su condición de autoridades seccionales. Esto es apenas natural, porque se trata de políticos electos y no de funcionarios nombrados por el poder central y sujetos a la jerarquía de éste.
Por estas razones, es muy difícil someter a la fuerza pública a la coordinación y vigilancia de políticos electos en estos cargos. La fuerza pública, con un sentido claro de la univocidad central del mando, difícilmente se somete a la personalidad de cada uno de los 1099 alcaldes, todos políticos más que funcionarios.
En muchos países del mundo, paralelo a las alcaldías y gobernaciones descentralizadas, el poder central cuenta con agentes desconcentrados del gobierno en cada una de sus regiones. Actúan paralelamente a las autoridades locales y regionales sin entrometerse en sus asuntos, y como agentes del Gobierno central cumplen la tarea principal de representarlo y de coordinar a la fuerza pública. En España, país mucho más descentralizado que el nuestro, se cuenta con un funcionario desconcentrado llamado Delegado del Gobierno. Si bien los españoles prácticamente tienen un Estado federal, nunca se les ha ocurrido – más allá de permitir una policía local - entregar a las autoridades autonómicas la supervisión del orden público. Al gobierno en Madrid nunca se le ha pasado por la cabeza depositar en a la autoridad del País Vasco, sus prerrogativas de mando y coordinación directa sobre el orden público en general.