viernes, 21 de noviembre de 2008

Vigilar a la fuerza pública

Casos como la masacre de Guaitarilla, el asesinato de policías en Jamundí y los inauditos falsos positivos, deben llevarnos a reflexionar sobre la estructura institucional en la que se integra el poder civil con las fuerzas armadas.

Contar con ministros de defensa civiles no basta para materializar la dirección civil de las fuerzas armadas y supervisar una política real de defensa de los derechos humanos. Más allá del desarrollo de una contrainteligencia efectiva, tema en el que ha acertado el Ministro Santos, el Gobierno necesita contar con una institucionalidad civil que coordine y vigile a las fuerzas armadas en cada uno de los departamentos del país, y en particular en aquellos donde se presentan enfrentamientos armados.

Las exacciones contra los civiles no se comenten en las inmediaciones del Ministro de Defensa, sino en las regiones más apartadas del país. Hasta allá, a pesar de los viajes que pueda hacer un ministro, no llega la dirección civil de las fuerzas armadas; allá, el ejercito se manda a si mismo porque no existe ningún mecanismo institucional eficaz para coordinarlo y supervisarlo.

En teoría, ese papel les corresponde a los gobernadores y alcaldes que actúan como agentes del Presidente de la República en el mantenimiento del orden público. Sin embargo, hoy parece claro que esa coordinación y vigilancia es más formal que real. Los mandatarios regionales tienen una doble naturaleza de agentes del Presidente para temas como el orden público y de máximas autoridades seccionales en los temas del ámbito de sus entidades territoriales. Por lo general, en los momentos en que colisionan los intereses de su doble naturaleza, los mandatarios descentralizados siempre escogen su condición de autoridades seccionales. Esto es apenas natural, porque se trata de políticos electos y no de funcionarios nombrados por el poder central y sujetos a la jerarquía de éste.

Por estas razones, es muy difícil someter a la fuerza pública a la coordinación y vigilancia de políticos electos en estos cargos. La fuerza pública, con un sentido claro de la univocidad central del mando, difícilmente se somete a la personalidad de cada uno de los 1099 alcaldes, todos políticos más que funcionarios.

En muchos países del mundo, paralelo a las alcaldías y gobernaciones descentralizadas, el poder central cuenta con agentes desconcentrados del gobierno en cada una de sus regiones. Actúan paralelamente a las autoridades locales y regionales sin entrometerse en sus asuntos, y como agentes del Gobierno central cumplen la tarea principal de representarlo y de coordinar a la fuerza pública. En España, país mucho más descentralizado que el nuestro, se cuenta con un funcionario desconcentrado llamado Delegado del Gobierno. Si bien los españoles prácticamente tienen un Estado federal, nunca se les ha ocurrido – más allá de permitir una policía local - entregar a las autoridades autonómicas la supervisión del orden público. Al gobierno en Madrid nunca se le ha pasado por la cabeza depositar en a la autoridad del País Vasco, sus prerrogativas de mando y coordinación directa sobre el orden público en general.

martes, 18 de noviembre de 2008

El fantasma del Cartel de Medellín

Es un lugar común entender que sin justicia una sociedad termina repitiendo sus círculos de violencia. También lo es afirmar que sin verdad las victimas no hacen el duelo de su tragedia y la sociedad no adquiere memoria colectiva de un pasado violento que no se debe repetir.

Después de 25 años de violencia causada por el narcotráfico de lo que fuera el cartel de Medellín de Pablo Escobar y los hermanos Ochoa, la memoria de esos hechos violentos regresa como un fantasma que se rehúsa a desaparecer. A pesar del tiempo transcurrido, los recuerdos y los reclamos de justicia regresan con particular vehemencia.

Las verdades sobre el Palacio de Justicia se levantan de sus tumbas para asechar a los responsables que pensaban haberle dado la vuelta a esa escabrosa masacre. La Comisión encargada de revelar la verdad sobre esos hechos, las ollas que se han venido destapando con la ley de justicia y paz y los testimonios de arrepentidos lugartenientes de capos, dejan claro que la toma del palacio fue una tenebrosa alianza orquestada por el cartel de Medellín con el M 19 y militares corruptos. Durante 24 años, el país prefirió echarle tierra al holocausto de la justicia colombiana. Hoy, vivimos tribulaciones y dolorosos recuerdos por no haber querido cerrar esa herida con el sello de la verdad y la justicia y por permitir que varios de los responsables se pavonearan horondos y temerarios con la justicia y la memoria de los familiares.

La vida de Alberto Santofimio es otro homenaje a la impunidad y a la alianza entre narcos y políticos. Santofimio siempre fue arquetipo del político al servicio de la mafia, y en particular de la poderoso cartel de Medellín con el que fraguó importantes alianzas políticas, hasta cuando vio que le era más rentable acercarse con una más discreta y en ascenso como la de Cali. Hoy, el país se debate por los resultados de la investigación del asesinato de Luis Carlos Galán, y constata como ese fantasma de impunidad y de herida abierta regresa hoy después de 19 años.

Si miramos la realidad del país con un poco de curiosidad nos damos cuenta de que muchos actores y cómplices del cartel de Medellín se pavonean con la temeridad propia de quien tiene por costumbre desafiar a la justicia. De quién siente que la impunidad es una característica más de sus habilidades para salirse con la suya. Santofimio ha estado cuatro veces en prisión. Otros como Guillo y Juan Gonzalo Ángel, con el libreto y la participación de José Obdulio Gaviria, pretenden quedarse con un pedazo de la televisión colombiana. Hoy controlan una parte muy importante de la Comisión Nacional de Televisión y pretenden hacerse sentir en la prórroga de la licencia de los dos canales privados como en la licitación del nuevo. El fantasma del cartel de Medellín regresa, tanto por estar en el origen la más escabrosa violencia narco como paramilitar de los últimos años, como también por tener - con alta sofisticación - a sus cómplices y miembros en diferentes posiciones de poder político y económico.